Por José Miguel Ávila
jmavila@enet.cu
Cuando niños queremos que el tiempo vuele para llegar a adulto y manejar la vida al antojo. Pero, cuando llegamos a esa etapa, queremos que el tiempo se detenga, porque descubrimos que restamos años a nuestra existencia, y en cambio, no podemos hacer nada a nuestro capricho.
A los diez correteamos por los campos y tenemos los amigos más fieles. Siempre he pensado que las verdaderas amistades son, precisamente, los de la infancia. A los 20 años, si nos dedicamos al estudio, casi concluimos la carrera universitaria y queremos empezar a trabajar para ser independientes económicamente y deseamos renovar las empresas donde vamos a trabajar.
A los treinta ya hemos logrado importantes objetivos en la vida, pero cuando cumplimos más de tres décadas, nos volvemos inconformes y nos trazamos innumerables metas que motivan a seguir levantándonos con el amanecer, para continuar otra jornada de labor, aún cuando el calor de la cama nos atrae, y mantener con nuestros ingresos los gastos familiares y hogareños.
Al casarnos no siempre encontramos a la princesa azul, sino a la mujer que amamos realmente por sus virtudes, que minimizan los defectos. Y al poco tiempo llegan los hijos y de pronto nuestra vida cambia totalmente porque descubrimos el amor más incondicional y puro.
Las canas empiezan a poblarnos la barba y a invadir el cabello, y como si fuésemos vampiros, iniciamos el temor por los espejos, porque sin darnos cuenta envejecemos.
Casi llegamos a los 40 y maldecimos tantos años de inmovilismo y ambicionamos otra vida para alcanzar metas malogradas, pues no todo depende de nosotros y las circunstancias nos juegan una mala pasada en nuestro desarrollo personal y social.
Aterra ver cómo la calvicie inunda nuestra cabeza y nos volvemos barrigoncitos y alguna muela duele y tiene que ser extraída; mientras el asombro se apodera de nosotros cuando vemos cómo un niño de cuatro años maneja hábilmente un mouse de computadora para navegar, o en un juego infantil.
Llegamos a los 40 años y cuando enviamos nuestras fotos a los amigos que viven en otras ciudades y países nos dicen en sus repuestas: “¡Que viejo estas!” Pero luego, con cierto consuelo, descubrimos el encanto de arribar a las cuatro décadas, aunque obviamos la cuenta, que dentro de 40 más, tendremos 80 y nos damos cuenta que la vida puede seguir siendo intensa.
Pero la vida es corta, alegre y dolorosa, llena de algunas dificultades, pero es bella. Y es el mejor regalo de nuestros progenitores por lo que debemos cuidarla para prolongar dignamente nuestra hermosa existencia.
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